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Taxibol (2023)


 

En el corazón de las tinieblas.

El director italiano Tommaso Santambrogio, colaborador habitual de Werner Herzog y Lav Diaz, penetra en el horror del corazón de las tinieblas para construir una película, Taxibol (2023), en tres actos.

El primero se centra en la conversación que mantienen Lav Diaz, el conocido director de cine filipino, y el taxista cubano Gustavo Fleicha. Una conversación entre amigos que hablan de todo. De la diferencia de culturas y de cómo los idiomas no suponen una barrera (como lo demuestra la propia película), de los amores frustrados, de la crisis global, del poder del cine para cambiar el mundo. Si no sonara a boutade y despropósito, esta conversación recuerda a John Travolta y Samuel L. Jackson en Pulp Fiction conduciendo su coche por las calles de Los Ángeles con su verborrea torrencial.  Son conversaciones que no quisieras que se acabaran nunca. Te gustaría seguir escuchándolos, y observándolos, durante horas. Al final de esta conversación, y esto no es un spoiler, es el centro del propio trailer de la película, el personaje de Lav Diaz reconoce que tiene una misión que cumplir, un compromiso con su pueblo: matar figurada (destruir su imagen) y físicamente (pegarle un tiro en la cabeza y comerle el cráneo siguiendo un ritual de su país) al general filipino Juan Mijares Cruz quien colaboró con la dictadura de Ferdinand Marcos en la tortura de miles de jóvenes y en el saqueo de las arcas públicas del país y que ahora se encuentra escondido en Cuba. La secuencia se resuelve con tres posiciones de cámara.  Un plano fijo ligeramente oblicuo de cada protagonista desde el interior del coche y un travelling que nos muestra el exterior de las calles de San Antonio. Los tres planos tienen un carácter hipnótico. No apartamos la vista de esas calles filmadas en blanco y negro porque deseamos descubrir cómo es ese país, sus gentes, sus casas, sus comercios. Estamos en el terreno de la docufición.

Fundido en negro. Título de la película.

La cámara se introduce furtiva en una mansión donde vive Juan Mijares Cruz, una plantación de bananas y granja de cerdos. Vemos la vida cotidiana de un anciano decrepito, un sátrapa y déspota con la gente a su servicio, a quienes da ordenes con gestos autoritarios. Todo sin diálogos. Un monstruo despreciable con las manos manchadas de sangre, vigilante de sus dominios, orgulloso de sus trofeos, todavía disfrutando de sus placeres diarios pero que sufre pesadillas no se sabe si por un pasado ignominioso o por el miedo a que alguien vaya a cumplir su venganza. Todo con planos largos y estáticos en un blanco y negro luminoso que recuerda al Lav Diaz de La mujer que se va (2016). La cámara es capaz de destruir a este personaje, pero no se cumple la segunda parte de la misión, no vemos al personaje interpretado por Lav Diaz con el cuchillo entre los dientes comiéndose el cerebro del déspota. Estaríamos ante un Predator, viendo otra película, en otra industria y con otras intenciones.

Corte.

Imágenes en color del dictador Marcos y de la represión contra la población en Filipinas. Puede pasar el tiempo, puede que los culpables ya no estén entre nosotros, pero la memoria debe quedar.

Títulos de crédito.

Suena de fondo la radio cubana. Las noticias son de arenga, propaganda y represión, pero los paralelismos no son evidentes. Un cineasta no tiene por qué ser Doctor en Ciencias Políticas.

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