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Cine y revolución de octubre

 

Octubre rojo en el cine o cómo el no a la guerra llevó a Lenin al poder.

Aviso a navegantes. Este no es un artículo sobre el cine soviético. Es un artículo sobre cómo ha tratado el cine la revolución de octubre de 1917, sus prolegómenos y sus derroteros. Así que empecemos por el contexto.

Prima de la revolucione.

Rusia era un país muy extenso, muy poblado y esencialmente agrario. Un país con 175 millones de habitantes y más del 80 % de su producción proveniente del sector agrícola. Un país donde la emancipación de los siervos (en otras palabras, la supresión de la esclavitud) se produjo en una fecha tan tardía como 1861, lo que por otra parte no mejoró las condiciones de vida del campesinado. Probablemente, a corto plazo las empeoró.

Alejandro II había iniciado unas reformas que su hijo, Alejandro III y luego su nieto, el zar Nicolás II, se encargaron de frenar. La guerra con Japón, lamentablemente perdida para Rusia, agudizada por las diferencias sociales, fue el origen de la revolución truncada de 1905. Es la historia que, bastante fantaseada y tergiversada, recogió posteriormente Eisenstein en el El acorazado Potemkin (1925). La historia de un motín se convierte, en manos de Eisenstein, en la crónica de una insurrección. Eisenstein decide mostrar la leyenda y ocultar la realidad, al contrario que John Ford casi cuarenta años más tarde en El hombre que mató a Liberty Balance (1962). Un revolucionario (Eisenstein) con una mirada cinematográfica conservadora. Un conservador (Ford) con una mirada cinematográfica progresista. ¡Toma paradoja!

Rusia vivía un proceso de industrialización tardío, pero no muy diferente del de otros países europeos. La infraestructura ferroviaria se construyó en el último cuarto del siglo XIX. Los trenes y las estaciones- especialmente la de Finlandia en San Petersburgo (Petrogrado en 1917)– serían luego parte de la iconografía de la revolución. Sectores como la minería, la siderurgia o la energía estaban comenzando su despegue. La economía crecía a principios del siglo XX a tasas superiores al 8 % anual.

Un campesinado en condiciones de semiesclavitud, un proletariado soliviantado, ausencia de clase media y de instituciones democráticas asentadas y, en fin, un cúmulo de decisiones desacertadas, entre las que destaca la incorporación de Rusia a la Gran Guerra, en alianza con Reino Unido y Francia, fueron el caldo de cultivo de la revolución. Una fuerte inflación, dificultades de abastecimiento, hambrunas ocasionadas por la falta de alimentos esenciales (pan, por ejemplo) y dos millones de muertos en al campo de batalla dieron origen a lo que se conoce como la revolución de octubre.

Diez días que estremecieron al mundo

El libro de John Reed- Diez días que estremecieron al mundo-fue el punto de partida de dos películas sobre la revolución. Una, un mito de la historia del cine: Octubre (1927) de Eisenstein. Otra algo más olvidable: Rojos (1981) de Warren Beatty. En realidad, no fueron diez días. Las revueltas empezaron en febrero de aquel año y esa es la historia que cuenta el film de Eisenstein.

 La película de Eisenstein, un encargo para conmemorar el décimo aniversario de la revolución fue un fracaso comercial. Al público no le gustaban estas películas con protagonistas colectivos y montajes abstractos. Además, el montaje definitivo de la película estuvo trufado de problemas. Stalin obligó a suprimir todas las secuencias donde aparecía Trotski, que por otra parte había tenido una participación decisiva aquel día. Bajo su mando, la guardia roja se apoderó de los centros neurálgicos de la ciudad, antes de dar finalmente la orden de asaltar el Palacio de Invierno. Así que toda la última parte dedicada al asalto de ese símbolo del poder zarista está confusamente contada. Algo que contrasta con una espléndida primera parte, donde destacan secuencias como la del alzamiento de los puentes para aislar los barrios obreros de los de los burgueses, con ese final trágico del caballo blanco - y la mujer con su larga melena- colgados en el puente. Una secuencia que es un auténtico alarde de precisión narrativa. O esa otra imagen tan poderosa - al comienzo del film- de la destrucción de la estatua de Alejandro III. Que se lo cuenten a George Bush cuando repitió la idea - con peor fortuna- con la estatua de Sadam Hussein en la gueLas cámaras no estuvieron presentes en la toma del palacio. Lenin no quería imágenes. Sabía del poder (y del peligro) de éstas. Así que las que han quedado grabadas en la memoria colectiva son las de la película como si fueran reales. Muchas de las imágenes de Lenin de esta película suelen ser recogidas en documentales o reportajes sobre la revolución como si fueran auténticas. Otra vez la frágil frontera entre ficción y realidad.

Eisenstein se propuso construir un discurso político a partir del montaje y bien que lo consiguió. Unas veces con brillantez y otras más torpemente. Las comparaciones de Kérenki con Bonaparte, el trato caricaturesco de éste o la ridiculización de Trotski son ejemplos de que la brocha gorda a largo plazo empequeñece las buenas intenciones. Por el contrario, la secuencia de planos -secuencia en el cine de Eisenstein es un término impreciso, mejor segmento como sugiere González Requena (S.M. Eisenstein, Editorial Cátedra)-, guerra-hambre-revolución, ilustrada con planos de soldados expectantes, de mujeres en la cola del pan ateridas por el frío y la nieve y la llegada de Lenin a la estación de ferrocarril, son un mensaje rotundo.

No es el único film sobre la Revolución de Octubre. Hay muchos ejemplos más. Lenin en octubre (1937) un filme plano de Mijaíl Romm, inspirado ya en el realismo socialista. El tren de Lenin (1988), una miniserie televisiva italiana, muy posterior, dirigida por Damiano Damiani, que cuenta cómo los alemanes financiaron el viaje de Lenin de Zúrich a San Petersburgo porque éste era un firme partidario de detener la participación de Rusia en la guerra. Como sabemos, el no a la guerra de Lenin lo llevó al poder. Aun cuando el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia - el partido de Lenin no se llamó comunista hasta años después- era minoría en la Duma (parlamento ruso) e inicialmente incluso en los Sóviets (asambleas de obreros, soldados y campesinos). Churchill describió años después este viaje con gran perspicacia: los alemanes transportaron a Lenin en un vagón de tren sellado herméticamente, cual vaciló de peste, desde Suiza hasta Rusia. Lo cuenta espléndidamente -como solo lo puede contar una historiadora británica, - Catherine Merridale, en un libro titulado El tren de Lenin (Editorial Crítica), que no puedo dejar de recomendar encarecidamente. A lo que íbamos, de todas estas películas, la más importante quizás sea la de Dziga Vértov, Tres cantos a Lenin (1934).  

 A Vértov nadie le tenía que enseñar su oficio. Había sido el responsable de montaje de noticiarios cinematográficos durante muchos años, primero en Kino-Nedelia y luego en Kino-Pravda, así como el ideólogo del cine ojo. Tenía en su historial una película - El hombre de la cámara (1929)- que al día de hoy sigue siendo un monumento del cine documental y de las vanguardias. De hecho, en la última lista de las 50 mejores películas de todos los tiempos de la revista Sight & Sound, aparece en octavo lugar. Sin embargo, 1934 era una mala fecha para hacer una película sobre Lenin. Vista con la perspectiva actual, el film es muy interesante y plantea muchas preguntas, algunas sin respuesta. En el film hay imágenes muy potentes. El banco vacío donde se sentaba Lenin nos habla del líder ausente. Las imágenes de los logros de la revolución: la industrialización, la electricidad, los tractores, la alfabetización, el protagonismo de las mujeres. Hay otro líder prácticamente ausente, Stalin, excepto en un plano-contraplano Lenin-Stalin, que pretende adjudicar los logros de la revolución a este último. ¿Fue una decisión de Vértov esta imagen aislada? ¿Fue una imposición de Stalin? No lo sabremos nunca.

En cambio, si sabemos lo que la película no cuenta, ni por asomo. No cuenta como en 1919, la producción industrial se encontraba un 14 % por debajo de los niveles anteriores a 1914 y que, para impedir el colapso económico, Lenin – con el apoyo de Bujarin- lanzó la NEP, una política de liberalización del comercio al por menor, y de promoción de las granjas independientes. No cuenta como Stalin, en 1927, impuso el colectivismo de las propiedades, ejecutando a más de 5 millones de campesinos, con el fin de alimentar a ese proletariado industrial. No cuenta cómo se prohibieron la huelga y los sindicatos. En definitiva, este film resume el paso atrás que se estaba gestando en el cine soviético, con el advenimiento del realismo socialista: no hay avance, ni ideológico, ni formal. Es cierto que Vértov deja una duda en el ambiente cuando se pregunta reiteradamente: ¿cuál es el mejor camino?

 La caída de los Romanov

En paralelo a la revolución del proletariado transcurre otra historia trágica: la vida y caída de los Romanov. Hay un interesantísimo documental de Esfir Shub, La caída de la dinastía Romanov de 1919. Esfir Shub fue pionera en recoger y archivar materiales cinematográficos que en otro caso se habrían perdido. Como Dziga Vértov, dominaba la técnica del montaje. Y fruto de ese trabajo es el documental citado, que consta de cuatro partes: la Rusia bajo los zares, la preparación de la guerra, los horrores de la guerra y la revolución de febrero de 1917. No hay énfasis, solo testimonio y, si me apuran, no se vislumbra un ambiente prerrevolucionario.

 Otro film de referencia, muy posterior, y ya en el marco del cine convencional occidental, es Nicolás y Alejandra (1971) de Franklin J. Schaffner, una superproducción rodada en España. Una película de un artesano con oficio (El planeta de los simios, 1968), mal recibida por la  intelligentsia europea, como no podía ser menos, pero que cuenta con mucha dignidad, excepto algún zoom molesto, el drama de esta familia y que trata de reivindicar la figura de Kérenski, tan maltratada por Eisenstein. Una película rodada en España y con la que Gil Parrondo obtuvo un Óscar a la mejor dirección artística. La película deja espacio también a una figura como Rasputin que aparecería luego en Agonía (1981), dirigida por Elem Klimov, y Rasputín (1996) de Uli Edel, una miniserie de HBO.

Rojos y blancos

 La revolución de octubre abrió una guerra civil entre los partidarios del zar y del antiguo régimen (los blancos) y los partidarios de la revolución (los rojos). Ante el avance de los primeros, al fin y al cabo, militares profesionales, Trotski tuvo que ponerse al frente del ejército bolchevique. En definitiva, siempre dio muestras de ser mejor organizador y agitador que estratega. Son muchas las películas que recogen testimonio de aquella guerra.

 Una de las más populares fue Chapáev, el guerrillero rojo (1934), de los hermanos Vasiliev. En este film pasamos del protagonismo de las masas a la glorificación del héroe popular. Cine de propaganda política en estado puro. Fue un éxito de público en la Unión Soviética y también en la república española. Esta película formalmente correcta, pero no un dechado de creatividad, plantea sin embargo muchos temas interesantes. Chapáev se pregunta, en una conocida secuencia, cuál es el papel del líder, estar al frente de las tropas o en la retaguardia dirigiendo y tomando decisiones. La pregunta queda sin una respuesta clara. En otro momento del film, Chapáev pregunta al comisario político, con quién acaba trabando amistad, quién es el que manda. Y, en fin, también aquella otra secuencia donde la tropa pregunta a Chapáev si es comunista o bolchevique y éste se queda mudo, sin saber que contestar, ante la mirada irónica del comisario.

 Hay otro film, ya en pleno apogeo del realismo socialista, que tiene cierto atractivo. El cuarenta y uno (1956) de Gregori Chukhrai. Una francotiradora del ejército rojo que ha abatido 40 soldados blancos falla su disparo 41. Un teniente blanco sale ileso, pero cae prisionero. Luego se cuenta la relación entre ambos, hasta que llega un desenlace trágico. Su deber como revolucionaria está por encima del amor. Seguimos en el régimen comunista, aunque sea post estaliniano. El retrato de los personajes era más dúctil, especialmente el del aristócrata blanco, que ya no es un estereotipo de maldad. Los paisajes de los desiertos kazajos contribuyen a proporcionar al film una rara fuerza lírica. Fue premio especial en Cannes de1957.

 La mejor de todas la películas que tratan este tema de la guerra civil es, a mi juicio, Los rojos y los blancos (1968) de Miklós Jancsó, un director húngaro que tuvo fama e influencia en los años sesenta y setenta con sus películas llenas de largos planos y travellings. Esta película que desarrolla su acción en Hungría tiene todas las cualidades del cine de Jancsó. Al principio, el espectador no diferencia quiénes son los rojos y los blancos. El mensaje es claro. No hay diferencias. Las guerras convierten en bestias a los dos bandos. La violencia es tan cruel que no necesita énfasis, es directa y seca.

 Otra película muy posterior fue El almirante (2008) de Andrey Kravchuk. Una combinación de drama histórico y cine romántico, donde se demuestra que para hacer una buena película, además de presupuesto, es necesario también una buena historia, un buen guion y mucho talento. No fue éste el caso. De este listado no puede dejarse de citar La huida (1970) de Alexander Álov y Vladímir Naúmov e Insolación (2014) de Nikita Mijalkov

Doctor Zhivago

Hollywood ha dedicado poca atención a la revolución de octubre. Además de la mencionada Rojos (1981) de Warren Beatty, la cinta más celebrada es sin duda Doctor Zhivago (1965) de David Lean. Una película fuera de época que va ganando consideración con el tiempo. Al igual que ocurriría años después con Nicolás y Alejandra, la intelligentsia europea recibió la película (y la novela de Pasternak) con frialdad, cuando no con franca animadversión. La adaptación de Robert Bolt es ejemplar (recibió un Óscar por la misma) y Lean lleva a la pantalla la historia con su estilo habitual. La elipsis y el color como recurso narrativo y seña de identidad. La carga del regimiento zarista contra los manifestantes en Moscú vista a partir de la mirada de Yuri Zhivago (Omar Sharif). El amarillo de las amapolas y los girasoles como metáfora del amor de Lara (Julie Christie) y Zhivago. La película está plagada de estos detalles. El relato idealista que los intelectuales europeos de izquierda abrigaban de la revolución de octubre chocaba con el discurso de Lean (y Pasternak) que proponían que el germen del estalinismo estaba en la propia revolución. La historia parece haber dado la razón a estos últimos. La película fue rodada en Soria con la estación de Cañuelo como Yuriatin y el Moncayo como los Montes Urales.

Otras películas

Nos hemos dejado muchas películas en el tintero: La madre (1926) y El fin de San Petersburgo (1927) de Pudovkin. Esta última narra la misma historia que la de Eisenstein, pero desde principios estéticos muy diferentes. La película está contada desde la perspectiva de un campesino que llega a la ciudad huyendo del hambre y prescinde del papel de Lenin, Trotski o Kérenski. El montaje narrativo sustituye al montaje de atracciones. El hambre y la guerra se sitúan como principales factores impulsores de la revolución. La toma de conciencia personal aparece como núcleo del conflicto narrativo.

En fin, la situación del campesinado puede verse también en Tierra (1930) del ucraniano Dovzhenco. Aparentemente cuenta el conflicto entre campesinos pobres y campesinos ricos (Kulaks) . En su sustrato habla de asuntos mucho más complejos y humanos, de  la relación del hombre con  la naturaleza y sus ciclos de vida. Es un film, claramente moderno.

Otras películas de interés son La última orden (1928) de Josef Stenberg sobre los exilados rusos en Europa, El círculo de poder (1991) de Andreu Konchalovski sobre el proyeccionista de Stalin o Siberiada (1978) de Andrei de  Konchalovsky.

Dos rarezas estadounidenses demuestran que la guerra también hace extraños compañeros de viaje: Misión en Moscú (1943) de Michael Curtiz, exaltación de Stalin frente a Troski y La Estrella del norte (1943) de Lewis Milestone, que muestra la exuberancia de la URRS.

Una historia sin secundarios

Por desgracia, la mayoría de estas películas nos presentan una historia de la revolución sin secundarios. Rasputín y Kérenski han tenido poco protagonismo cinematográfico en esta trama tan compleja, cuando son personalidades con muchos recovecos y de gran atractivo dramático. Tampoco han tenido protagonismo ni Zinóviev, ni Kámenev, ni Bujarin. Los dos primeros fueron ejecutados en 1936, el tercero en 1938. Todos jugaron un papel crucial en aquellos días y en la construcción del estado soviético. De Troski solo parece interesar su asesinato (El asesinato de Trotsky, de Joseph Losey, estrenada en 1972). Una pena porque con todos ellos se podía haber hecho un auténtico thriller, mezcla de cine político, drama histórico, aventuras y espías.

Conclusión

La cartografía del cine no es una línea recta sino sinuosa. Podemos trazar una continuidad entre Eisenstein, Leni Riefenstahl y Hitchcock. También entre Jancsó y Scorsese, entre Dziga Vértov, Jean Luc Godard y Nanni Moretti, entre Dovzhenco y Terrence Malick o entre Pudovkin y Rosellini. El cine avanza cuando aborda creativamente la condición de las personas y su papel como sujetos activos y testigos de la historia. Es cierto que el cine ha sido un instrumento muy potente de manipulación de la historia. Sin embargo, el tiempo siempre acaba dejando las cosas en su sitio.

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